DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA GENERAL DE
LA CONFERENCIA MUNDIAL DE LOS INSTITUTOS SECULARES

Sala del Consistorio
Jueves, 25 de agosto de 2022

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Queridos hermanos y hermanas:

Estoy contento de recibirlos con ocasión de la Asamblea General de la Conferencia Mundial de los Institutos Seculares (CMIS). Los saludo con afecto y agradezco a la Presidenta sus palabras. Deseo ofrecerles algunas reflexiones para ayudarlos a considerar la peculiaridad de la vocación que se les ha dado, para que vuestro carisma se vuelva más incisivo en el tiempo que vivimos.

El término secularidad, que no equivale plenamente al de laicidad, es el corazón de vuestra vocación, que manifiesta la naturaleza secular de la Iglesia, pueblo de Dios, en camino entre los pueblos y con los pueblos. Es la Iglesia en salida, no lejana ni separada del mundo, sino inmersa en el mundo y en la historia para ser allí sal y luz, germen de unidad, de esperanza y de salvación. La misión que desarrollan ustedes es peculiar y los lleva a estar en medio de la gente, para conocer y comprender lo que pasa en el corazón de los hombres y mujeres de hoy, para alegrarse con ellos y para sufrir con ellos, con el estilo de la cercanía, que es el estilo de Dios: la cercanía.

Este también es el estilo de Dios, que ha mostrado su cercanía y su amor a la humanidad naciendo de una mujer. Es el misterio de la encarnación, origen de esa relación que nos constituye hermanos con toda criatura y que pide continuamente ser contemplado, para descubrir y promover esa bondad que Dios ha reconocido en las diversas realidades y que ni siquiera el pecado, aun ofuscándola, ha sido capaz de destruir completamente.

El carisma que ustedes han recibido los compromete, singularmente y como comunidades, a conjugar la contemplación con esa participación que les permite compartir los anhelos y las esperanzas de la humanidad, acogiendo sus preguntas para iluminarlas con la luz del Evangelio. Están llamados a vivir toda la precariedad de lo provisorio y toda la belleza de lo absoluto en la vida ordinaria, por las calles donde caminan los hombres, donde el cansancio y el dolor son más fuertes, donde los derechos son vulnerados, donde la guerra divide los pueblos, donde se niega la dignidad. Es ahí, como Jesús nos ha mostrado, que Dios sigue dándonos su salvación. Y ustedes están ahí, están llamados a estar ahí, para testimoniar la bondad y la ternura de Dios con gestos cotidianos de amor.

Pero, ¿dónde encontrar la fuerza para ponerse al servicio de los demás con generosidad? ¿Dónde encontrar también la valentía para tomar decisiones audaces que impulsen a un testimonio? Esta fuerza y esta valentía las encuentran en la oración y en la contemplación silenciosa de Cristo. El encuentro orante con Jesús les llena el corazón de su paz y de su amor, que podrán dar a los demás. La búsqueda asidua de Dios, la familiaridad con la Sagrada Escritura y la participación en los sacramentos son la clave de la fecundidad de sus obras.

Su vocación es una vocación de frontera, a veces custodiada por una discreta reserva. En varias ocasiones han manifestado que no siempre son conocidos o reconocidos por los pastores y esta falta de estima los ha llevado tal vez a retirarse, a eludir el diálogo, y esto no está bien. Y, sin embargo, su vocación abre caminos, es una vocación de frontera, una vocación para no quedarse quietos, que abre caminos. Pienso en los contextos eclesiales bloqueados por el clericalismo —que es una perversión—, donde su vocación habla de la belleza de una secularidad bendecida, abriendo y acercando la Iglesia a cada hombre y mujer. Pienso en las sociedades donde los derechos de las mujeres son negados y donde ustedes, como sucedió también en Italia con la beata Armida Barelli, tienen la fuerza para cambiar las cosas promoviendo su dignidad. Pienso en esas realidades, que son muchas, como la política, la sociedad, la cultura, en las que se renuncia a pensar, en las que uno se uniforma según la corriente dominante o la propia conveniencia, mientras ustedes están llamados a recordar que el destino de todo hombre está unido al de los demás. No hay un destino solitario.

Queridos amigos y queridas amigas, no se cansen de mostrar el rostro de una Iglesia que necesita redescubrirse en camino con todos, y acoger el mundo con todas sus fatigas y con lo bello que hay en él. La Iglesia no es un taller para tranquilizarse y descansar. La Iglesia es una misión. Sólo juntos podemos caminar como pueblo de Dios, como buscadores de sentido junto a los demás hombres y mujeres de nuestro tiempo, custodios de la alegría de una misericordia hecha carne en nuestra vida. Este itinerario exige desterrar costumbres que ya no dicen nada a nadie, romper esquemas que frenan el anuncio, sugiriendo palabras encarnadas, capaces de alcanzar la vida de las personas porque se nutren de la vida que hay en ellas y no de ideas abstractas. Nadie da testimonio con ideas abstractas. No; o evangelizas con tu vida —y este es el testimonio—, o eres incapaz de evangelizar.

Los animo a hacer presente en la Iglesia la secularidad con afabilidad, sin reivindicaciones, sino más bien con determinación y con esa autoridad que viene del servicio. Que su servicio sea el de la semilla, el servicio de la levadura, el servicio escondido y, al mismo tiempo, evidente, que sabe morir en los acontecimientos —también eclesiales— para que puedan cambiar desde dentro y dar frutos de bien. Pónganse a la escucha del Espíritu Santo con docilidad para comprender cómo hacer sus obras cada vez más eficaces, incluso recorriendo nuevos caminos que hagan visible la riqueza que tienen.

A este respecto, es esencial que los Pastores de la Iglesia estén a su lado para escucharlos e implicarlos en ese discernimiento de los signos de los tiempos que marca el paso de la misión. Por mi parte, les renuevo la cercanía y el aprecio por vuestra aportación y por el sentir del mundo que le traen a la Iglesia, con toda la pasión que los habita. No se cansen de llevar al mundo el anuncio de una vida nueva, de una fraternidad universal y de una paz duradera, espléndidos dones del Señor Resucitado.

Invoco sobre ustedes y sobre sus actividades la materna protección de la Virgen María y, mientras les doy la bendición, les pido que recen por mí. ¡Háganlo de corazón! Gracias.

 

FRANCISCO

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Carta del Santo Padre al Presidente de la Conferencia
Mundial de Institutos Seculares con motivo del
75° aniversario de la Constitución Apostólica Provida Mater Ecclesia

 

Hoy se cumplen 75 años de la publicación de la Constitución apostólica Provida Mater Ecclesia, en la que mi predecesor Pío XII reconoció la forma de testimonio que, sobre todo a partir de las primeras décadas del siglo pasado, se fue extendiendo entre laicos católicos particularmente comprometidos.

Un año más tarde, el 12 de marzo de 1948, con el Motu proprio Primo feliciter el mismo Pontífice añade una importante clave interpretativa: respecto a Provida Mater, que os indicaba simplemente como «Institutos», el motu proprio añadía que la identidad específica de vuestro carisma proviene de la secularidad, definida como la «razón de ser» de los mismos Institutos (Primo feliciter, 5). Se confirió así plena legitimidad a esta forma vocacional de consagración en el siglo.

Como pude decirles hace cinco años, sigo pensando que ese documento fue «en cierto sentido revolucionario» (Mensaje a los participantes en la conferencia italiana de los Institutos Seculares, 23 de octubre de 2017).

Querida hermana, parece que han pasado más de 75 años desde Provida Mater, si miramos los cambios que se han producido en la Iglesia y el desarrollo de muchos movimientos eclesiales y comunidades con carismas similares al suyo.

Ahora sé que estáis preparando con mucho empeño la próxima Asamblea, que se celebrará en agosto y de la que, si Dios quiere, con mucho gusto vendré a concluir los trabajos. Pero me gustaría darle las gracias desde ahora por su servicio y por su testimonio. Quisiera invitaros, especialmente en los próximos meses, a invocar de manera particular al Espíritu Santo para que renueve en cada miembro de los Institutos Seculares la fuerza creativa y profética que hizo de él un don tan grande para la Iglesia antes y después de la Concilio Vaticano II.

Un gran desafío se refiere a la relación entre secularidad y consagración, aspectos que estáis llamados a mantener juntos. Por vuestra consagración es ciertamente fácil asimilaros a los religiosos, pero quisiera que vuestra profecía inicial, en particular el carácter bautismal que caracteriza a los institutos seculares laicos, os caracterice. Queridos miembros de los Institutos seculares laicos, animaos en el deseo de vivir una «santa secularidad», porque sois una institución laical. Eres uno de los carismas más antiguos y la Iglesia siempre te necesitará. Pero vuestra consagración no debe confundirse con la vida religiosa. Es el bautismo el que constituye la primera y más radical forma de consagración.

En el griego eclesial antiguo, los fieles bautizados solían llamarse «santos». Tanto el término griego hagios como el latín sanctus se refieren no tanto a lo que es «bueno» en sí mismo, sino a «lo que pertenece a Dios». Es en este sentido que San Pablo habla de los cristianos de Corinto como hagioi, a pesar de sus desórdenes y peleas, para indicar no una forma humana de perfección, sino la pertenencia a Cristo. Ahora, con el bautismo le pertenecemos a Él. Estamos fundados en una comunión eterna con Dios y entre nosotros. Esta unión irreversible es la raíz de toda santidad, y es también la fuerza para separarnos a su vez de la mundanalidad. El bautismo es, por tanto, la fuente de toda forma de consagración.

Por otro lado, los votos son el sello de vuestro compromiso por el Reino. Y es precisamente esta entrega indivisa al Reino la que os permite revelar la vocación original del mundo, su estar al servicio del camino de santificación del hombre. La especificidad del carisma de los Institutos Seculares os llama a ser radicales ya la vez libres y creativos para acoger del Espíritu Santo el modo más adecuado de vivir el testimonio cristiano. ¡Ustedes son instituciones, pero nunca se institucionalicen!

La secularidad, vuestro rasgo distintivo, indica un modo evangélico preciso de estar presente en la Iglesia y en el mundo: como semilla, como levadura. A veces se ha utilizado la palabra «anónimo» para referirse a miembros de Institutos Seculares. Prefiero decir que estáis escondidos en realidades, como la semilla en la tierra y la levadura en la masa. Y de una semilla o levadura no se puede decir que sean anónimas. La semilla es la premisa de la vida, la levadura es un ingrediente esencial para que el pan sea fragante. Os invito, pues, a profundizar en el sentido y modo de vuestra presencia en el mundo ya renovar en vuestra consagración la belleza y el deseo de participar en la transfiguración de la realidad.

Hay un nuevo paso que dar. Originalmente elegiste «salir de las sacristías» para traer a Jesús al mundo. Hoy el movimiento de salida debe completarse con un compromiso de hacer presente el mundo (¡no la mundanidad!) en la Iglesia. Muchas preguntas existenciales llegaron tarde a los escritorios de obispos y teólogos. Has experimentado numerosos cambios por adelantado. Pero vuestra experiencia aún no ha enriquecido suficientemente a la Iglesia. El movimiento de la profecía que hoy os desafía es el paso siguiente al que os vio nacer. Esto no significa volver a la sacristía, sino ser “antenas receptoras, que transmiten mensajes”. Lo repito con gusto: «Sois como antenas dispuestas a captar los gemidos de novedad suscitados por el Espíritu Santo, y podéis ayudar a la comunidad eclesial a tomar esta mirada de bondad y encontrar caminos nuevos y valientes para llegar a todos” (Discurso en la conferencia italiana de Institutos Seculares, 10 de mayo de 2014).

En la encíclica Fratelli tutti recordé que la degradación social y ecológica del mundo actual (ver capítulo I) es también consecuencia de una manera impropia de vivir la religiosidad (ver capítulo II). Esto es lo que el Señor subraya a través de la parábola del Buen Samaritano, en la que no denuncia la maldad de los bandoleros y del mundo, sino una cierta mentalidad religiosa autorreferencial y cerrada, desencarnada e indiferente. Pienso en ti como un antídoto para esto. La secularidad consagrada es un signo profético que nos exhorta a revelar con nuestra vida más que con palabras, el amor del Padre, para manifestarlo cada día por los caminos del mundo. Hoy no es tanto tiempo de discursos persuasivos y convincentes; es sobre todo el tiempo del testimonio porque, mientras la apología divide, la belleza de la vida atrae. ¡Sed testigos que atraen!

La laicidad consagrada está llamada a poner en práctica las imágenes evangélicas de la levadura y la sal. Sed levadura de verdad, de bondad y de belleza, haciendo fermentar la comunión con los hermanos y hermanas que os son cercanos, porque sólo con la fraternidad se puede vencer el virus del individualismo (cf. Hermanos todos , 105). Y sea sal que dé gusto, porque sin sabor, sin ganas y sin asombro, la vida queda insípida y las iniciativas quedan estériles. Te ayudará a recordar cómo la cercanía y cercanía han sido los caminos de tu credibilidad, y cómo la profesionalidad te ha dado “autoridad evangélica” en el ámbito laboral.

Querida hermana, has recibido el don de una profecía que «se anticipó» al Concilio Vaticano II , que acogió la riqueza de tu experiencia. San Pablo VI decía: “sois un ala avanzada de la Iglesia en el mundo” (Discurso en el Congreso Internacional de Responsables de Institutos Seculares, 20 de septiembre de 1972). Os pido hoy que renovéis este espíritu de anticipación del camino de la Iglesia, para ser centinelas que miran hacia arriba y hacia adelante, con la Palabra de Dios en el corazón y el amor a los hermanos en las manos. Vosotros estáis en el mundo para testimoniar que es amado y bendecido por Dios, estáis consagrados para el mundo, que espera vuestro testimonio para acceder a una libertad que da alegría, que alimenta la esperanza, que prepara el futuro. Por esto os agradezco y os bendigo de corazón, pidiéndoles que sigáis orando por mí.

Roma, San Giovanni in Laterano, 2 de febrero de 2022

FRANCISCO

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¡Queridos hermanos y hermanas!

Con ocasión del 70 aniversario de la Constitución apostólica Provida Mater Ecclesiae, la Conferencia Italiana de los Institutos Seculares, con el patrocinio de la Congregación de los Institutos de vida consagrada y las Sociedades de vida apostólica, los han convocado sobre el tema “Más allá y en medio. Institutos seculares: historias de pasión y profecía por Dios y por el mundo”. Les dirijo mi cordial saludo, con el augurio de un proficuo congreso.

Aquel documento del Papa Pío XII fue en un cierto sentido revolucionario: de hecho delineó una nueva forma de consagración: aquella de fieles laicos y presbíteros diocesanos llamados a vivir los consejos evangélicos en la secularidad en la que están inmersos en fuerza de la condición existencial o del ministerio pastoral. La novedad y la fecundidad de los Institutos Seculares está por lo tanto en el conjugar consagración y secularidad, practicando un apostolado de testimonio, de evangelización – especialmente para los presbíteros – y de compromiso cristiano en la vida social – especialmente para los laicos, a la que se agrega la fraternidad que, sin ser determinada por una comunidad de vida, es sin embargo verdadera comunión.

En el surco trazado por la Provida Mater, hoy están llamados a ser humildes y apasionados portadores, en Cristo y en su Espíritu, del sentido del mundo y de la historia. Su pasión nace del estupor siempre nuevo por el Señor Jesús, por su modo único de vivir y de amar, de encontrar a la gente, de sanar la vida, de llevar consuelo. Por eso su “estar dentro” del mundo no es solo una condición sociológica sino una realidad teológica, que les permite estar atentos, ver, escuchar, padecer- con, gozar-con, intuir las necesidades.

Esto quiere decir ser presencias proféticas de manera muy concreta. Significa llevar al mundo, en las situaciones en las cuales se encuentren, la palabra que se escucha de Dios. Es esto lo que caracteriza en sentido propio la laicidad: saber decir aquella palabra que Dios tiene que decir sobre el mundo. Donde “decir” no significa tanto hablar, sino actuar. Nosotros decimos aquello que Dios quiere decir al mundo, actuando en el mundo. Esto es muy importante. Especialmente en un tiempo como el nuestro en el que, frente a las dificultades, puede existir la tentación de aislarse en los propios ámbitos cómodos y seguros y retirarse del mundo. También ustedes podrían caer en esta tentación. Pero su puesto es “estar dentro”, como presencia transformante en sentido evangélico. Ciertamente es difícil, es un camino que comporta la cruz, pero el Señor quiere recorrerlo con ustedes.

Vuestra vocación y misión es estar atentos, por una parte, a la realidad que les rodea preguntándose siempre: ¿qué pasa?, no deteniéndose en lo que aparece en la superficie sino yendo más a fondo; y, al mismo tiempo, al misterio de Dios, para reconocer dónde Él se está manifestando. Atentos al mundo con el corazón inmerso en Dios.

Finalmente quisiera sugerirles algunas actitudes espirituales que les pueden ayudar en este camino y que se pueden sintetizar en cinco verbos: rezar, discernir, compartir, dar aliento y tener simpatía.

Rezar para estar unidos a Dios, cercanos a su corazón. Escuchar su voz frente a cada acontecimiento de la vida, viviendo una existencia luminosa que toma en mano el Evangelio y lo toma en serio.

Discernir es saber distinguir las cosas esenciales de aquellas accesorias; es afinar aquella sabiduría, cultivarla día a día, que consiente ver cuáles son las responsabilidades que es necesario asumir y cuáles son las tareas prioritarias. Se trata de un recorrido personal pero también comunitario, por el que no basta el esfuerzo individual.

Compartir las suertes de cada hombre y mujer: también si los acontecimientos del mundo son trágicos y oscuros, no abandono las suertes del mundo, porque lo amo, como es con Jesús, hasta el final.

Dar aliento: con la gracia de Cristo jamás perder la confianza, que sabe ver el bien en cada cosa. Es también una invitación que recibimos en cada celebración eucarística: «Elevemos nuestros corazones».

Tener simpatía por el mundo y por la gente. También cuando hacen de todo para hacérnosla perder, estar animados por la simpatía que nos viene del Espíritu de Cristo, que nos hace libres y apasionados, nos hace “estar dentro”, como la sal y la levadura.

Queridos hermanos y hermanas, sean en el mundo como el alma en el cuerpo (cfr Carta a Diogneto, VI, 1), testimonios de la Resurrección del Señor Jesús. Este es mi deseo para ustedes, que acompaño con mi oración y mi bendición.

En el Vaticano, 23 de octubre de 2017

(Raúl Cabrera - Radio Vaticano)

Queridísimos Hermanos en el Episcopado,

Estamos celebrando los setenta años de la promulgación de la Constitución Apostólica Provida Mater Ecclesia (2 de febrero de 1947) y del Motu propio Primo Feliciter(19 de marzo de 1948). Ocasión oportuna para agradecer al Señor el don de esta vocación en la Iglesia. Según esta especial vocación, mujeres y hombres son llamados a vivir con pasión los desafíos del presente y a abrazar el futuro con esperanza.

La identidad de los Institutos Seculares se ha ido revelando poco a poco, a través del Magisterio de la Iglesia, con la Provida Mater Ecclesia, el Primo Feliciter, el Código de Derecho Canónico, el Magisterio pontificio desde Pablo VI a Papa Francisco. De gran claridad y actualidad sigue siendo todavía el Documento Los Institutos Seculares: su identidad y su misión, presentado por este Dicasterio a la Congregación Plenaria celebrada del 3 al 6 de mayo de 1983.

Igualmente importante es lo que los Institutos Seculares han comprendido acerca de sí mismos por la vida de las personas que han encarna-do sus propios carismas. Se trata de un recorrido complejo porque pasa a través de modalidades concretas por las que la secularidad consagrada ha sabido interpretar su estar presente, y por con-siguiente su misión, en el mundo y en la Iglesia. Y es un recorrido que continúa, por estar íntima-mente unido al devenir de la Iglesia y del mundo.

Esta riqueza, objeto de nuestra reflexión, queremos compartirla para que llegue a ser, por medio de ustedes, patrimonio de toda la comunidad creyente.

Discurso a la Asamblea General de la Conferencia Italiana de Institutos Seculares

Papa Francisco, 10 de mayo de 2014

 

Roma, 10 de mayo de 2014

Discurso sin papeles a la Conferencia Italiana de Institutos Seculares

Os he escrito un discurso, pero hoy ha sucedido una cosa. Es culpa mía porque he tenido dos audiencias, no digo al mismo tiempo, pero casi. Por eso he preferido entregaros el discurso, porque leerlo es aburrido, y deciros dos o tres cosillas que tal vez os ayudarán.

Desde que Pío XII pensó en esto y después de la Provida Mater Ecclesia, se produjo un gesto revolucionario en la Iglesia. Los institutos seculares son verdaderamente un gesto de coraje que hizo la Iglesia en aquel momento; dar estructura, institucionalidad a los institutos seculares. Y desde entonces hasta ahora es mucho el bien que hacéis a la Iglesia, con coraje porque hace falta coraje para vivir en el mundo. Muchos de vosotros solos, en vuestra casa van y vienen; algunos en pequeñas comunidades. Diariamente lleváis la vida de una persona que vive en el mundo y al mismo tiempo, custodiáis la contemplación, esta dimensión contemplativa del Señor y también la que se dirige al mundo, contemplar la realidad, como contemplar lo bello que hay en el mundo, y también los grandes pecados de la sociedad, las desviaciones… todas estas cosas. Siempre en una tensión espiritual… Por eso, vuestra vocación es fascinante, porque es una vocación justo ahí, donde se juega la salvación no sólo de las personas, sino también de las instituciones. Y de tantas instituciones laicas necesarias en el mundo. ¡Por eso, yo creo que sí, que con la Provida Mater Ecclesia la Iglesia hizo un gesto realmente revolucionario!

Deseo que conservéis siempre esta actitud de ir más allá, no solamente más allá, sino más allá y más en medio, allí donde se juega todo: la política, la economía, la educación, la familia… ¡Allí! Tal vez es posible que tengáis la tentación de pensar: “¿Pero qué puedo hacer yo?” Cuando venga esta tentación, recordad que el Señor nos ha hablado del grano de trigo. Y vuestra vida es como el grano de trigo… allí. Es como la levadura… allí. Y hacer todo lo posible para que el Reino venga, crezca y sea grande y que pueda albergar a mucha gente, como el árbol de la mostaza. Pensad esto. Una pequeña vida, un pequeño gesto; una vida normal, pero levadura, semilla, que hace crecer. Y esto os dará la consolación. Los resultados en esta balanza del Reino de Dios no se ven. Solamente el Señor nos hace percibir alguna cosa. Veremos los resultados allá arriba.

Por eso es importante que tengáis mucha esperanza. Es una gracia que debéis pedir al Señor siempre: la esperanza que no defrauda. Nunca defrauda. Una esperanza que va hacia adelante. Os aconsejaría leer muy a menudo el capítulo 11 de la Carta a los Hebreos, ese capítulo sobre la esperanza. Y aprender que muchos de nuestros padres han hecho este camino y no han visto los resultados, sino que los han vislumbrado de lejos. La esperanza. Esto es lo que deseo para vosotros. Muchas gracias por todo lo que hacéis en la Iglesia, muchas gracias por la oración y por las obras. Gracias por la esperanza. Y no lo olvidéis: ¡sed revolucionarios!

Después de pronunciar estas palabras, el Santo Padre ha hecho entrega del discurso que viene a continuación:

Queridos hermanos y hermanas. Os recibo con ocasión de vuestra Asamblea y os saludo diciéndoos: ¡conozco y aprecio vuestra vocación! Es una de las formas más recientes reconocidas y aprobadas por la Iglesia y tal vez por esto no todavía plenamente comprendida. No os desaniméis. Formáis parte de esa Iglesia pobre y en salida con la que yo sueño.

Por vocación sois laicos y sacerdotes como los demás y en medio de los demás, lleváis una vida ordinaria, sin signos exteriores, sin el sustento de una vida comunitaria, sin la visibilidad de un apostolado organizado o de obras específicas. Sois ricos sólo de la experiencia totalizante del amor de Dios y por eso sois capaces de conocer y compartir las fatigas de la vida en sus múltiples expresiones, fermentándola con la luz y la fuerza del Evangelio.

Sois signo de aquella Iglesia dialogante de la cual habla Pablo VI en la Encíclica Ecclesiam suam: “Desde fuera no se salva al mundo – afirma –; Como el Verbo de Dios que se ha hecho hombre, hace falta hasta cierto punto hacerse una misma cosa con las formas de vida de aquellos a quienes se quiere llevar el mensaje de Cristo; hace falta compartir —sin que medie distancia de privilegios o diafragma de lenguaje incomprensible— las costumbres comunes, con tal que sean humanas y honestas, sobre todo las de los más pequeños, si queremos ser escuchados y comprendidos. Hace falta, aun antes de hablar, escuchar la voz, más aún, el corazón del hombre, comprenderlo y respetarlo en la medida de lo posible y, donde lo merezca, secundarlo. Hace falta hacerse hermanos de los hombres en el mismo hecho con el que queremos ser sus pastores, padres y maestros. El clima del diálogo es la amistad. Más todavía, el servicio.” (n. 33).

El tema de vuestra Asamblea: “En el corazón de las vicisitudes humanas: el reto de una sociedad compleja”, indica el campo de vuestra misión y de vuestra profecía. Estáis en el mundo pero no sois del mundo, llevando dentro de vosotros lo esencial del mensaje cristiano: el amor del Padre que salva. Estáis en el corazón del mundo con el corazón de Dios.

Vuestra vocación resulta atrayente a cada hombre y a sus anhelos más profundos, que tantas veces no se expresan o se disfrazan. Por la fuerza del amor de Dios que habéis encontrado y conocido, sois capaces de cercanía y ternura. Tan cercanos estáis que podréis tocar al próximo, sus heridas, sus expectativas, sus preguntas y sus necesidades, con aquella ternura que es expresión de una atención que borra toda distancia. Como el Samaritano que pasó al lado y tuvo compasión. He aquí el movimiento al que os compromete vuestra vocación: pasar junto a cada hombre y haceros prójimo de cada persona que encontráis; porque vuestro permanecer en el mundo no es simplemente una condición sociológica, sino una realidad teologal que os llama a un ser conscientes, atentos, que sabe avistar, ver y tocar la carne del hermano.

Si esto no sucede, si os habéis vuelto distraídos o peor todavía, si no conocéis este mundo contemporáneo sino que conocéis y estáis habituados sólo al mundo que os resulta más cómodo o que más adormece, ¡entonces es urgente una conversión! La vuestra es una vocación en salida por naturaleza, no sólo porque os lleva hacia el otro, sino también y sobre todo porque os pide habitar donde habita cada hombre. Italia es la nación con mayor número de institutos seculares y de miembros. Sois un fermento que puede producir un buen pan para tantos, ese pan del que hay tanta hambre: la escucha de las necesidades, de los deseos, de las desilusiones, de la esperanza. Lo mismo que los que os han precedido en esta vocación, vosotros podéis devolver esperanza a los jóvenes, ayudar a los ancianos, abrir caminos hacia el futuro, difundir el amor en cada lugar y en cada situación. Si esto no sucede, si en vuestra vida ordinaria falta el testimonio y la profecía, entonces, os repito nuevamente, es urgente una conversión.

No perdáis nunca el ímpetu de caminar por los caminos del mundo, la conciencia de que caminar, andar aunque sea con paso incierto o tropezando, es siempre mejor que permanecer inmóviles, encerrados en las preguntas que se hace uno mismo o en las propias seguridades. La pasión misionera, la alegría del encuentro con Cristo que os empuja a compartir con los demás la belleza de la fe, aleja el peligro de quedar atrapados en el individualismo. El pensamiento que propone el hombre como artífice de sí mismo, guiado sólo por sus propias elecciones y por sus propios deseos, a menudo revestidos de una aparente belleza de libertad y de respeto, corre el peligro de minar los fundamentos de la vida consagrada, especialmente de la secular. Es urgente revalorizar el sentido de pertenencia a vuestra comunidad vocacional que, precisamente porque no se fundamenta en una vida común, encuentra sus puntos fuertes en el carisma. Por ello, si alguno de vosotros constituye para los demás una posibilidad preciosa de encuentro con Dios, debe redescubrir la responsabilidad de ser profecía como comunidad, de buscar juntos, con humildad y con paciencia, una palabra de sentido que puede ser un don para la nación y para la Iglesia, y de testimoniarla con sencillez. Sois como antenas listas para acoger las semillas de novedad suscitadas por el Espíritu Santo y podéis ayudar a la comunidad eclesial a hacer suya esta mirada de bien y encontrar nuevos y valientes caminos para llegar a todos.

Pobres entre los pobres pero con el corazón ardiente. Nunca quietos, siempre en camino. Juntos y enviados, también cuando estáis solos, porque la consagración hace de vosotros un destello vivo de Iglesia. Siempre en camino con esa virtud que es una virtud peregrina: la alegría.

Gracias, queridísimos, por lo que sois. El Señor os bendiga y la Virgen os proteja. ¡Y rezad por mí!

(Traducción del italiano: Mario Ortega).

Queridos hermanos y hermanas,

Resuena en nuestros corazones el eco de la celebración del Año de la vida consagrada, con la invitación constante que el Papa Francisco nos ha dirigido: despertad al mundo, seguid al Señorproféticamente, anunciad el gozo del Evangelio. En sus exhortaciones, vuelve con fuerza a nuestros oídos la afirmación de San Juan Pablo II: «La Iglesia necesita la aportación espiritual y apostólica de una vida consagrada renovada y fortalecida».

A este Dicasterio van llegando también múltiples ecos positivos de las experiencias que consagrados y consagradas de todos los Continentes han vivido en Roma en este Año de gracia para la Iglesia: las vigilias de oración con las que hemos dado comienzo a todas las convocaciones; las celebraciones eucarísticas con las que hemos concluido cada una; el encuentro ecuménico de consagrados de las diversas Iglesias; el encuentro de formadores y formadoras; el encuentro para los jóvenes consagrados; el tiempo especial que ha convocado, en comunión, todas las formas de vida consagrada. El Santo Padre Francisco ha acompañado cada evento con un diálogo familiar y fraterno, indicando los amplios horizontes y el carácter profético de una vida vivida según la forma del Evangelio en la Iglesia...

Queridos hermanos y hermanas,

El Año de la vida consagrada – camino precioso y bendito – ha llegado a su cenit, mientras las voces de consagrados y consagradas de todas las regiones del mundo expresan la alegría de la vocación y la fidelidad a su identidad en la Iglesia, testimoniada a veces con el martirio.

Las dos cartas Alegraos y Escrutad han abierto un camino de reflexión coral, seria y significativa, que ha planteado preguntas existenciales a nuestra vida personal y de Instituto. Es oportuno ahora continuar nuestra reflexión a muchas voces, fijando la mirada en el corazón de nuestra vida de sequela.

Dirigir la mirada a lo hondo de nuestro vivir, esclarecer el motivo de nuestro peregrinar en búsqueda de Dios, interrogar la dimensión contemplativa de nuestros días, para reconocer el misterio de gracia que nos constituye, nos apasiona y nos transfigura.

El Papa Francisco nos llama con solicitud a volver la mirada de nuestra vida hacia Jesús, pero también a dejarnos mirar por él, para “redescubrir cada día que somos depositarios de un bien que humaniza, que ayuda a conducir una vida nueva”. Nos invita a ejercitar la mirada del corazón porque “el amor auténtico es siempre contemplativo”. Sea la relación teologal de la persona consagrada con el Señor (confessio Tri- nitatis), sea la comunión fraterna con aquellos que están llamados a vivir el mismo carisma (signum fraternitatis), sea la misión como epifa- nía del amor misericordioso de Dios en la comu- nidad humana (servitium caritatis), todo ello tie- ne que ver con la búsqueda nunca acabada del rostro de Dios, a la escucha obediente de su Palabra, para llegar a la contemplación del Dios vivo y verdadero.

 

Queridos hermanos y hermanas:

«La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría».[1]

El incipit de la exhortación apostólica Evangelii gaudium resuena, en la línea del magisterio del Papa Francisco, con una sorprendente vitalidad: llama al admirable misterio de la Buena Noticia que, acogida en el corazón, transforma la vida. Se nos narra la parábola de la alegría: el encuentro con Jesús enciende en nosotros la belleza primigenia, esa belleza del rostro que irradia la gloria del Padre (cf. 2 Cor 4,6), cuyo fruto es la alegría.

Esta Congregación para los Institutos de vida consagrada y las Sociedades de vida apostólica invita a reflexionar sobre el tiempo de gracia que tenemos la dicha de vivir, con la invitación especial que el Papa dirige a la vida consagrada.

Acoger este magisterio significa renovar la existencia según el Evangelio, no como radicalidad en el sentido de modelo de perfección y a menudo de separación, sino como adhesión toto corde al encuentro de salvación, acontecimiento que transforma nuestra vida: «se trata de dejar todo para seguir al Señor. No, no quiero decir radical. La radicalidad evangélica no es sólo de los religiosos: se pide a todos. Pero los religiosos siguen al Señor de manera especial, de modo profético. Yo espero de ustedes este testimonio. Los religiosos tienen que ser hombres y mujeres capaces de despertar al mundo».[2]

En la limitación de la condición humana, en el afán cotidiano, los consagrados y consagradas vivimos la fidelidad dando razón de nuestra alegría, siendo testimonio luminoso, anuncio eficaz, compañía y cercanía para las mujeres y los hombres de nuestro tiempo que buscan la Iglesia como casa paterna.[3] Francisco de Asís, asumiendo el evangelio como forma de vida, «hizo crecer la fe, renovó la Iglesia; y al mismo tiempo renovó la sociedad, la hizo más fraterna, pero siempre con el Evangelio, con el testimonio. Predicad siempre el Evangelio y si fuera necesario también con las palabras».[4]

 

Queridos hermanos y hermanas:

1. Continuamos con alegría el camino hacia el Año de la Vida Consagrada para que nuestros pasos sean desde ahora tiempo de conversión y de gracia. Con la palabra y la vida el papa Francisco continúa indicando el gozo del anuncio y la fecundidad de una vida vivida al estilo del Evangelio, mientras nos invita a actuar, a ser «Iglesia en salida», siguiendo una lógica de libertad.

Nos invita a dejar atrás «una Iglesia mundana bajo ropajes espirituales o pastorales» para respirar «el aire puro del Espíritu Santo que nos libera de estar centrados en nosotros mismos, escondidos en una apariencia religiosa vacía de Dios. ¡No nos dejemos robar el Evangelio!».

La vida consagrada es signo de los bienes futuros en la ciudad humana, en éxodo a lo largo de los caminos de la historia. Acepta la confrontación con certezas provisionales, con nuevas situaciones, con provocaciones en proceso continuo, con exigencias y pasiones que la humanidad contemporánea está gritando. En esta atenta peregrinación, custodia la riqueza del rostro de Dios, vive el seguimiento de Cristo, se deja guiar por el Espíritu, para vivir el amor por el Reino con fidelidad creativa y diligente laboriosidad. La identidad de peregrina y orante in limine historiae le pertenece íntimamente.

Esta carta desea entregar a todos los consagrados dicha herencia preciosa, exhortándoles a permanecer fieles al Señor con un corazón firme (cf. Hch 11,23-24) y a proseguir en este camino de gracia. Queremos leer juntos, sintéticamente, los pasos realizados en los últimos cincuenta años. En esta memoria el Concilio Vaticano II emerge como acontecimiento de relevancia absoluta para la renovación de la vida consagrada. Vuelve a sonar en nosotros la invitación del Señor: Paraos en los caminos a mirar, preguntad por la vieja senda: «¿cuáles el buen camino?» seguidlo y hallaréis reposo (Jer 6,16).

En esta statio cada uno puede reconocer tanto las semillas de vida que, sembradas en corazón bueno y generoso (Lc 8,15), dieron fruto, como aquellas que cayeron al borde del camino, sobre la piedra o entre espinas y no dieron fruto (cf. Lc 8,12-14).

 

CARTA APOSTÓLICA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A TODOS LOS CONSAGRADOS
CON OCASIÓN DEL AÑO DE LA VIDA CONSAGRADA


Queridas consagradas y queridos consagrados

Os escribo como Sucesor de Pedro, a quien el Señor Jesús confió la tarea de confirmar a sus hermanos en la fe (cf. Lc 22,32), y me dirijo a vosotros como hermano vuestro, consagrado a Dios como vosotros.

Demos gracias juntos al Padre, que nos ha llamado a seguir a Jesús en plena adhesión a su Evangelio y en el servicio de la Iglesia, y que ha derramado en nuestros corazones el Espíritu Santo que nos da alegría y nos hace testimoniar al mundo su amor y su misericordia.

He decidido convocar un Año de la Vida Consagrada haciéndome eco del sentir de muchos y de la Congregación para los Institutos de vida consagrada y las Sociedades de vida apostólica, con motivo del 50 aniversario de la Constitución dogmática Lumen gentiumsobre la Iglesia, que en el capítulo sexto trata de los religiosos, así como del Decreto Perfectae caritatis sobre la renovación de la vida religiosa. Dicho Año comenzará el próximo 30 de noviembre, primer Domingo de Adviento, y terminará con la fiesta de la Presentación del Señor, el 2 de febrero de 2016.

Después de escuchar a la Congregación para los Institutos de vida consagrada y las Sociedades de vida apostólica, he indicado como objetivos para este Año los mismos que san Juan Pablo II propuso a la Iglesia a comienzos del tercer milenio, retomando en cierto modo lo que ya había dicho en la Exhortación apostólica postsinodal Vita consecrata: «Vosotros no solamente tenéis una historia gloriosa para recordar y contar, sino una gran historia que construir. Poned los ojos en el futuro, hacia el que el Espíritu os impulsa para seguir haciendo con vosotros grandes cosas» (n. 110).


I . Objetivos para el Año de la Vida Consagrada

El primer objetivo es mirar al pasado con gratitud. Cada Instituto viene de una rica historia carismática. En sus orígenes se hace presente la acción de Dios que, en su Espíritu, llama a algunas personas a seguir de cerca a Cristo, para traducir el Evangelio en una particular forma de vida, a leer con los ojos de la fe los signos de los tiempos, a responder creativamente a las necesidades de la Iglesia. La experiencia de los comienzos ha ido después creciendo y desarrollándose, incorporando otros miembros en nuevos contextos geográficos y culturales, dando vida a nuevos modos de actuar el carisma, a nuevas iniciativas y formas de caridad apostólica. Es como la semilla que se convierte en un árbol que expande sus ramas.

Es oportuno que cada familia carismática recuerde este Año sus inicios y su desarrollo histórico, para dar gracias a Dios, que ha dado a la Iglesia tantos dones, que la embellecen y la preparan para toda obra buena (cf. Lumen gentium, 12).

Poner atención en la propia historia es indispensable para mantener viva la identidad y fortalecer la unidad de la familia y el sentido de pertenencia de sus miembros. No se trata de hacer arqueología o cultivar inútiles nostalgias, sino de recorrer el camino de las generaciones pasadas para redescubrir en él la chispa inspiradora, los ideales, los proyectos, los valores que las han impulsado, partiendo de los fundadores y fundadoras y de las primeras comunidades. También es una manera de tomar conciencia de cómo se ha vivido el carisma a través de los tiempos, la creatividad que ha desplegado, las dificultades que ha debido afrontar y cómo fueron superadas. Se podrán descubrir incoherencias, fruto de la debilidad humana, y a veces hasta el olvido de algunos aspectos esenciales del carisma. Todo es instructivo y se convierte a la vez en una llamada a la conversión. Recorrer la propia historia es alabar a Dios y darle gracias por todos sus dones.

Le damos gracias de manera especial por estos últimos 50 años desde el Concilio Vaticano II, que ha representado un «soplo» del Espíritu Santo para toda la Iglesia. Gracias a él, la vida consagrada ha puesto en marcha un fructífero proceso de renovación, con sus luces y sombras, ha sido un tiempo de gracia, marcado por la presencia del Espíritu.

Que este Año de la Vida Consagrada sea también una ocasión para confesar con humildad, y a la vez con gran confianza en el Dios amor (cf. 1 Jn 4,8), la propia fragilidad, y para vivirlo como una experiencia del amor misericordioso del Señor; una ocasión para proclamar al mundo con entusiasmo y dar testimonio con gozo de la santidad y vitalidad que hay en la mayor parte de los que han sido llamados a seguir a Cristo en la vida consagrada.


Este Año nos llama también a vivir el presente con pasión. La memoria agradecida del pasado nos impulsa, escuchando atentamente lo que el Espíritu dice a la Iglesia de hoy, a poner en práctica de manera cada vez más profunda los aspectos constitutivos de nuestra vida consagrada.

Desde los comienzos del primer monacato, hasta las actuales «nuevas comunidades», toda forma de vida consagrada ha nacido de la llamada del Espíritu a seguir a Cristo como se enseña en el Evangelio (cf. Perfectae caritatis, 2). Para los fundadores y fundadoras, la regla en absoluto ha sido el Evangelio, cualquier otra norma quería ser únicamente una expresión del Evangelio y un instrumento para vivirlo en plenitud. Su ideal era Cristo, unirse a él totalmente, hasta poder decir con Pablo: «Para mí la vida es Cristo» (Flp 1,21); los votos tenían sentido sólo para realizar este amor apasionado.

La pregunta que hemos de plantearnos en este Año es si, y cómo, nos dejamos interpelar por el Evangelio; si este es realmente elvademecum para la vida cotidiana y para las opciones que estamos llamados a tomar. El Evangelio es exigente y requiere ser vivido con radicalidad y sinceridad. No basta leerlo (aunque la lectura y el estudio siguen siendo de extrema importancia), no es suficiente meditarlo (y lo hacemos con alegría todos los días). Jesús nos pide ponerlo en práctica, vivir sus palabras.

Jesús, hemos de preguntarnos aún, ¿es realmente el primero y único amor, como nos hemos propuesto cuando profesamos nuestros votos? Sólo si es así, podemos y debemos amar en la verdad y la misericordia a toda persona que encontramos en nuestro camino, porque habremos aprendido de él lo que es el amor y cómo amar: sabremos amar porque tendremos su mismo corazón.

Nuestros fundadores y fundadoras han sentido en sí la compasión que embargaba a Jesús al ver a la multitud como ovejas extraviadas, sin pastor. Así como Jesús, movido por esta compasión, ofreció su palabra, curó a los enfermos, dio pan para comer, entregó su propia vida, así también los fundadores se han puesto al servicio de la humanidad allá donde el Espíritu les enviaba, y de las más diversas maneras: la intercesión, la predicación del Evangelio, la catequesis, la educación, el servicio a los pobres, a los enfermos... La fantasía de la caridad no ha conocido límites y ha sido capaz de abrir innumerables sendas para llevar el aliento del Evangelio a las culturas y a los más diversos ámbitos de la sociedad.

El Año de la Vida Consagrada nos interpela sobre la fidelidad a la misión que se nos ha confiado. Nuestros ministerios, nuestras obras, nuestras presencias, ¿responden a lo que el Espíritu ha pedido a nuestros fundadores, son adecuados para abordar su finalidad en la sociedad y en la Iglesia de hoy? ¿Hay algo que hemos de cambiar? ¿Tenemos la misma pasión por nuestro pueblo, somos cercanos a él hasta compartir sus penas y alegrías, así como para comprender verdaderamente sus necesidades y poder ofrecer nuestra contribución para responder a ellas? «La misma generosidad y abnegación que impulsaron a los fundadores – decía san Juan Pablo II – deben moveros a vosotros, sus hijos espirituales, a mantener vivos sus carismas  que, con la misma fuerza del Espíritu que los ha suscitado, siguen enriqueciéndose y adaptándose, sin perder su carácter genuino, para ponerse al servicio de la Iglesia y llevar a plenitud la implantación de su Reino».[1]

Al hacer memoria de los orígenes sale a luz otra dimensión más del proyecto de vida consagrada. Los fundadores y fundadoras estaban fascinados por la unidad de los Doce en torno a Jesús, de la comunión que caracterizaba a la primera comunidad de Jerusalén. Cuando han dado vida a la propia comunidad, todos ellos han pretendido reproducir aquel modelo evangélico, ser un sólo corazón y una sola alma, gozar de la presencia del Señor (cf. Perfectae caritatis, 15).

Vivir el presente con pasión es hacerse «expertos en comunión», «testigos y artífices de aquel “proyecto de comunión” que constituye la cima de la historia del hombre según Dios».[2] En una sociedad del enfrentamiento, de difícil convivencia entre las diferentes culturas, de la prepotencia con los más débiles, de las desigualdades, estamos llamados a ofrecer un modelo concreto de comunidad que, a través del reconocimiento de la dignidad de cada persona y del compartir el don que cada uno lleva consigo, permite vivir en relaciones fraternas.

Sed, pues, mujeres y hombres de comunión, haceos presentes con decisión allí donde hay diferencias y tensiones, y sed un signo creíble de la presencia del Espíritu, que infunde en los corazones la pasión de que todos sean uno (cf. Jn 17,21). Vivid la mística del encuentro: «la capacidad de escuchar, de escuchar a las demás personas. La capacidad de buscar juntos el camino, el método»,[3]dejándoos iluminar por la relación de amor que recorre las tres Personas Divinas (cf. 1 Jn 4,8) como modelo de toda relación interpersonal.


Abrazar el futuro con esperanza quiere ser el tercer objetivo de este Año. Conocemos las dificultades que afronta la vida consagrada en sus diversas formas: la disminución de vocaciones y el envejecimiento, sobre todo en el mundo occidental, los problemas económicos como consecuencia de la grave crisis financiera mundial, los retos de la internacionalidad y la globalización, las insidias del relativismo, la marginación y la irrelevancia social... Precisamente en estas incertidumbres, que compartimos con muchos de nuestros contemporáneos, se levanta nuestra esperanza, fruto de la fe en el Señor de la historia, que sigue repitiendo: «No tengas miedo, que yo estoy contigo» (Jr 1,8).

La esperanza de la que hablamos no se basa en los números o en las obras, sino en aquel en quien hemos puesto nuestra confianza (cf. 2 Tm 1,12) y para quien «nada es imposible» (Lc 1,37). Esta es la esperanza que no defrauda y que permitirá a la vida consagrada seguir escribiendo una gran historia en el futuro, al que debemos seguir mirando, conscientes de que hacia él es donde nos conduce el Espíritu Santo para continuar haciendo cosas grandes con nosotros.

No hay que ceder a la tentación de los números y de la eficiencia, y menos aún a la de confiar en las propias fuerzas. Examinad los horizontes de la vida y el momento presente  en vigilante vela. Con Benedicto XVI, repito: «No os unáis a los profetas de desventuras que proclaman el final o el sinsentido de la vida consagrada en la Iglesia de nuestros días; más bien revestíos de Jesucristo y portad las armas de la luz – como exhorta san Pablo (cf. Rm 13,11-14) –, permaneciendo despiertos y vigilantes».[4] Continuemos y reemprendamos siempre nuestro camino con confianza en el Señor.

Me dirijo sobre todo a vosotros, jóvenes. Sed el presente viviendo activamente en el seno de vuestros Institutos, ofreciendo una contribución determinante con la frescura y la generosidad de vuestra opción. Sois al mismo tiempo el futuro, porque pronto seréis llamados a tomar en vuestras manos la guía de la animación, la formación, el servicio y la misión. Este año tendréis un protagonismo en el diálogo con la generación que os precede. En comunión fraterna, podréis enriqueceros con su experiencia y sabiduría, y al mismo tiempo tendréis ocasión de volver a proponerle los ideales que ha vivido en sus inicios, ofrecer la pujanza y lozanía de vuestro entusiasmo, y así desarrollar juntos nuevos modos de vivir el Evangelio y respuestas cada vez más adecuadas a las exigencias del testimonio y del anuncio.

Me alegra saber que tendréis oportunidades para reuniros entre vosotros, jóvenes de diferentes Institutos. Que el encuentro se haga el camino habitual de la comunión, del apoyo mutuo, de la unidad.


II - Expectativas para el Año de la Vida Consagrada

¿Qué espero en particular de este Año de gracia de la Vida Consagrada?

Que sea siempre verdad lo que dije una vez: «Donde hay religiosos hay alegría». Estamos llamados a experimentar y demostrar que Dios es capaz de colmar nuestros corazones y hacernos felices, sin necesidad de buscar nuestra felicidad en otro lado; que la auténtica fraternidad vivida en nuestras comunidades alimenta nuestra alegría; que nuestra entrega total al servicio de la Iglesia, las familias, los jóvenes, los ancianos, los pobres, nos realiza como personas y da plenitud a nuestra vida.

Que entre nosotros no se vean caras tristes, personas descontentas, porque «un seguimiento triste es un triste seguimiento». También nosotros, al igual que todos los otros hombres y mujeres, sentimos las dificultades, las noches del espíritu, la decepción, la enfermedad, la pérdida de fuerzas debido a la vejez. Precisamente en esto deberíamos encontrar la «perfecta alegría», aprender a reconocer el rostro de Cristo, que se hizo en todo semejante a nosotros, y sentir por tanto la alegría de sabernos semejantes a él, que no ha rehusado someterse a la cruz por amor nuestro.

En una sociedad que ostenta el culto a la eficiencia, al estado pletórico de salud, al éxito, y que margina a los pobres y excluye a los «perdedores», podemos testimoniar mediante nuestras vidas la verdad de las palabras de la Escritura: «Cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Co 12,10).

Bien podemos aplicar a la vida consagrada lo que escribí en la Exhortación apostólica Evangelii gaudium, citando una homilía de Benedicto XVI: «La Iglesia no crece por proselitismo, sino por atracción» (n. 14). Sí, la vida consagrada no crece cuando organizamos bellas campañas vocacionales, sino cuando los jóvenes que nos conocen se sienten atraídos por nosotros, cuando nos ven hombres y mujeres felices. Tampoco su eficacia apostólica depende de la eficiencia y el poderío de sus medios. Es vuestra vida la que debe hablar, una vida en la que se trasparenta la alegría y la belleza de vivir el Evangelio y de seguir a Cristo.

Repito a vosotros lo que dije en la última Vigilia de Pentecostés a los Movimientos eclesiales: «El valor de la Iglesia, fundamentalmente, es vivir el Evangelio y dar testimonio de nuestra fe. La Iglesia es la sal de la tierra, es luz del mundo, está llamada a hacer presente en la sociedad la levadura del Reino de Dios y lo hace ante todo con su testimonio, el testimonio del amor fraterno, de la solidaridad, del compartir» (18 mayo 2013).


Espero que «despertéis al mundo», porque la nota que caracteriza la vida consagrada es la profecía. Como dije a los Superiores Generales, «la radicalidad evangélica no es sólo de los religiosos: se exige a todos. Pero los religiosos siguen al Señor de manera especial, de modo profético». Esta es la prioridad que ahora se nos pide: «Ser profetas como Jesús ha vivido en esta tierra... Un religioso nunca debe renunciar a la profecía» (29 noviembre 2013).

El profeta recibe de Dios la capacidad de observar la historia en la que vive y de interpretar los acontecimientos: es como un centinela que vigila por la noche y sabe cuándo llega el alba (cf. Is 21,11-12). Conoce a Dios y conoce a los hombres y mujeres, sus hermanos y hermanas. Es capaz de discernir, y también de denunciar el mal del pecado y las injusticias, porque es libre, no debe rendir cuentas a más amos que a Dios, no tiene otros intereses sino los de Dios. El profeta está generalmente de parte de los pobres y los indefensos, porque sabe que Dios mismo está de su parte.

Espero, pues, que mantengáis vivas las «utopías», pero que sepáis crear «otros lugares» donde se viva la lógica evangélica del don, de la fraternidad, de la acogida de la diversidad, del amor mutuo. Los monasterios, comunidades, centros de espiritualidad, «ciudades», escuelas, hospitales, casas de acogida y todos esos lugares que la caridad y la creatividad carismática han fundado, y que fundarán con mayor creatividad aún, deben ser cada vez más la levadura para una sociedad inspirada en el Evangelio, la «ciudad sobre un monte» que habla de la verdad y el poder de las palabras de Jesús.

A veces, como sucedió a Elías y Jonás, se puede tener la tentación de huir, de evitar el cometido del profeta, porque es demasiado exigente, porque se está cansado, decepcionado de los resultados. Pero el profeta sabe que nunca está solo. También a nosotros, como a Jeremías, Dios nos asegura: «No tengas miedo, que yo estoy contigo para librarte» (1,8).


Los religiosos y las religiosas, al igual que todas las demás personas consagradas, están llamadas a ser «expertos en comunión». Espero, por tanto, que la «espiritualidad de comunión», indicada por san Juan Pablo II, se haga realidad y que vosotros estéis en primera línea para acoger «el gran desafío que tenemos ante nosotros» en este nuevo milenio: «Hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión».[5] Estoy seguro de que este Año trabajaréis con seriedad para que el ideal de fraternidad perseguido por los fundadores y fundadoras crezca en los más diversos niveles, como en círculos concéntricos.

La comunión se practica ante todo en las respectivas comunidades del Instituto. A este respecto, invito a releer mis frecuentes intervenciones en las que no me canso de repetir que la crítica, el chisme, la envidia, los celos, los antagonismos, son actitudes que no tienen derecho a vivir en nuestras casas. Pero, sentada esta premisa, el camino de la caridad que se abre ante nosotros es casi infinito, pues se trata de buscar la acogida y la atención recíproca, de practicar la comunión de bienes materiales y espirituales, la corrección fraterna, el respeto para con los más débiles... Es «la mística de vivir juntos» que hace de nuestra vida «una santa peregrinación».[6] También debemos preguntarnos sobre la relación entre personas de diferentes culturas, teniendo en cuenta que nuestras comunidades se hacen cada vez más internacionales. ¿Cómo permitir a cada uno expresarse, ser aceptado con sus dones específicos, ser plenamente corresponsable?

También espero que crezca la comunión entre los miembros de los distintos Institutos. ¿No podría ser este Año la ocasión para salir con más valor de los confines del propio Instituto para desarrollar juntos, en el ámbito local y global, proyectos comunes de formación, evangelización, intervenciones sociales? Así se podrá ofrecer más eficazmente un auténtico testimonio profético. La comunión y el encuentro entre diferentes carismas y vocaciones es un camino de esperanza. Nadie construye el futuro aislándose, ni sólo con sus propias fuerzas, sino reconociéndose en la verdad de una comunión que siempre se abre al encuentro, al diálogo, a la escucha, a la ayuda mutua, y nos preserva de la enfermedad de la autoreferencialidad.

Al mismo tiempo, la vida consagrada está llamada a buscar una sincera sinergia entre todas las vocaciones en la Iglesia, comenzando por los presbíteros y los laicos, así como a «fomentar la espiritualidad de la comunión, ante todo en su interior y, además, en la comunidad eclesial misma y más allá aún de sus confines».[7]


Espero de vosotros, además, lo que pido a todos los miembros de la Iglesia: salir de sí mismos para ir a las periferias existenciales. «Id al mundo entero», fue la última palabra que Jesús dirigió a los suyos, y que sigue dirigiéndonos hoy a todos nosotros (cf. Mc 16,15). Hay toda una humanidad que espera: personas que han perdido toda esperanza, familias en dificultad, niños abandonados, jóvenes sin futuro alguno, enfermos y ancianos abandonados, ricos hartos de bienes y con el corazón vacío, hombres y mujeres en busca del sentido de la vida, sedientos de lo divino...

No os repleguéis en vosotros mismos, no dejéis que las pequeñas peleas de casa os asfixien, no quedéis prisioneros de vuestros problemas. Estos se resolverán si vais fuera a ayudar a otros a resolver sus problemas y anunciar la Buena Nueva. Encontraréis la vida dando la vida, la esperanza dando esperanza, el amor amando.

Espero de vosotros gestos concretos de acogida a los refugiados, de cercanía a los pobres, de creatividad en la catequesis, en el anuncio del Evangelio, en la iniciación a la vida de oración. Por tanto, espero que se aligeren las estructuras, se reutilicen las grandes casas en favor de obras más acordes a las necesidades actuales de evangelización y de caridad, se adapten las obras a las nuevas necesidades.


Espero que toda forma de vida consagrada se pregunte sobre lo que Dios y la humanidad de hoy piden.

Los monasterios y los grupos de orientación contemplativa podrían reunirse entre sí, o estar en contacto de algún modo, para intercambiar experiencias sobre la vida de oración, sobre el modo de crecer en la comunión con toda la Iglesia, sobre cómo apoyar a los cristianos perseguidos, sobre la forma de acoger y acompañar a los que están en busca de una vida espiritual más intensa o tienen necesidad de apoyo moral o material.

Lo mismo pueden hacer los Institutos dedicados a la caridad, a la enseñanza, a la promoción de la cultura, los que se lanzan al anuncio del Evangelio o desarrollan determinados ministerios pastorales, los Institutos seculares en su presencia capilar en las estructuras sociales. La fantasía del Espíritu ha creado formas de vida y obras tan diferentes, que no podemos fácilmente catalogarlas o encajarlas en esquemas prefabricados. No me es posible, pues, referirme a cada una de las formas carismáticas en particular. No obstante, nadie debería eludir este Año una verificación seria sobre su presencia en la vida de la Iglesia y su manera de responder a los continuos y nuevos interrogantes que se suscitan en nuestro alrededor, al grito de los pobres.

Sólo con esta atención a las necesidades del mundo y con la docilidad al Espíritu, este Año de la Vida Consagrada se transformará en un auténtico kairòs, un tiempo de Dios lleno de gracia y de transformación.


III - Horizontes del Año de la Vida Consagrada

Con esta carta me dirijo, además de a las personas consagradas, a los laicos que comparten con ellas ideales, espíritu y misión. Algunos Institutos religiosos tienen una larga tradición en este sentido, otros tienen una experiencia más reciente. En efecto, alrededor de cada familia religiosa, y también de las Sociedades de vida apostólica y de los mismos Institutos seculares, existe una familia más grande, la «familia carismática», que comprende varios Institutos que se reconocen en el mismo carisma, y sobre todo cristianos laicos que se sienten llamados, precisamente en su condición laical, a participar en el mismo espíritu carismático.

También os animo a vosotros, fieles laicos, a vivir este Año de la Vida Consagrada como una gracia que os puede hacer más conscientes del don recibido. Celebradlo con toda la «familia» para crecer y responder a las llamadas del Espíritu en la sociedad actual. En algunas ocasiones, cuando los consagrados de diversos Institutos se reúnan entre ellos este Año, procurad estar presentes también vosotros, como expresión del único don de Dios, con el fin de conocer las experiencias de otras familias carismáticas, de los otros grupos laicos y enriqueceros y ayudaros recíprocamente.


El Año de la Vida Consagrada no sólo afecta a las personas consagradas, sino a toda la Iglesia. Me dirijo, pues, a todo el pueblo cristiano, para que tome conciencia cada vez más del don de tantos consagrados y consagradas, herederos de grandes santos que han fraguado la historia del cristianismo. ¿Qué sería la Iglesia sin san Benito y san Basilio, san Agustín y san Bernardo, san Francisco y santo Domingo, sin san Ignacio de Loyola y santa Teresa de Ávila, santa Ángela Merici y san Vicente de Paúl? La lista sería casi infinita, hasta san Juan Bosco, la beata Teresa de Calcuta. El beato Pablo VI decía: «Sin este signo concreto, la caridad que anima la Iglesia entera correría el riesgo de enfriarse, la paradoja salvífica del Evangelio de perder garra, la “sal” de la fe de disolverse en un mundo de secularización» (Evangelica testificatio, 3).

Invito por tanto a todas las comunidades cristianas a vivir este Año, ante todo dando gracias al Señor y haciendo memoria reconocida de los dones recibidos, y que todavía recibimos, a través de la santidad de los fundadores y fundadoras, y de la fidelidad de tantos consagrados al propio carisma. Invito a todos a unirse en torno  a las personas consagradas, a alegrarse con ellas, a compartir sus dificultades, a colaborar con ellas en la medida de lo posible, para la realización de su ministerio y sus obras, que son también las de toda la Iglesia. Hacedles sentir el afecto y el calor de todo el pueblo cristiano.

Bendigo al Señor por la feliz coincidencia del Año de la Vida Consagrada con el Sínodo sobre la familia. Familia y vida consagrada son vocaciones portadoras de riqueza y gracia para todos, ámbitos de humanización en la construcción de relaciones vitales, lugares de evangelización. Se pueden ayudar unos a otros.


Con esta carta me atrevo a dirigirme también a las personas consagradas y a los miembros de las fraternidades y comunidades pertenecientes a Iglesias de tradición diferente a la católica. El monacato es un patrimonio de la Iglesia indivisa, todavía muy vivo tanto en las Iglesias ortodoxas como en la Iglesia Católica. En él, como otras experiencias posteriores al tiempo en el que la Iglesia de Occidente todavía estaba unida, se han inspirado iniciativas análogas surgidas en el ámbito de las Comunidades eclesiales de la Reforma, que luego han continuado a generar en su seno otras expresiones de comunidades fraternas y de servicio.

La Congregación para los Institutos de vida consagrada y las Sociedades de vida apostólica ha programado iniciativas para propiciar encuentros entre miembros pertenecientes a experiencias de la vida consagrada y fraterna de las diversas Iglesias. Aliento vivamente estas reuniones, para que crezca el conocimiento recíproco, la estima, la mutua colaboración, de manera que el ecumenismo de la vida consagrada sea una ayuda en el proyecto más amplio hacia la unidad entre todas las Iglesias.


Tampoco podemos olvidar que el fenómeno de la vida monástica y de otras expresiones de fraternidad religiosa existe también en todas las grandes religiones. No faltan experiencias, también consolidadas, de diálogo inter-monástico entre la Iglesia Católica y algunas de las grandes tradiciones religiosas. Espero que el Año de la Vida Consagrada sea la ocasión para evaluar el camino recorrido, para sensibilizar a las personas consagradas en este campo, para preguntarnos sobre nuevos pasos a dar hacia una recíproca comprensión cada vez más profunda y para una colaboración en muchos ámbitos comunes de servicio a la vida humana.

Caminar juntos es siempre un enriquecimiento, y puede abrir nuevas vías a las relaciones entre pueblos y culturas, que en este período aparecen plagadas de dificultades.


Por último, me dirijo a mis hermanos en el episcopado. Que este Año sea una oportunidad para acoger cordialmente y con alegría la vida consagrada como un capital espiritual para el bien de todo el Cuerpo de Cristo (cf. Lumen gentium, 43), y no sólo de las familias religiosas. «La vida consagrada es un don para la Iglesia, nace en la Iglesia, crece en la Iglesia, está totalmente orientada a la Iglesia».[8] De aquí que, como don a la Iglesia, no es una realidad aislada o marginal, sino que pertenece íntimamente a ella, está en el corazón de la Iglesia como elemento decisivo de su misión, en cuanto expresa la naturaleza íntima de la vocación cristiana y la tensión de toda la Iglesia Esposa hacia la unión con el único Esposo; por tanto, «pertenece sin discusión a su vida y a su santidad» (ibíd., 44).

En este contexto, invito a los Pastores de las Iglesias particulares a una solicitud especial para promover en sus comunidades los distintos carismas, sean históricos, sean carismas nuevos, sosteniendo, animando, ayudando en el discernimiento, haciéndose cercanos con ternura y amor a las situaciones de dolor y debilidad en las que puedan encontrarse algunos consagrados y, en especial, iluminando con su enseñanza al Pueblo de Dios el valor de la vida consagrada,  para hacer brillar su belleza y santidad en la Iglesia.

Encomiendo a María, la Virgen de la escucha y la contemplación, la primera discípula de su amado Hijo, este Año de la Vida Consagrada. A ella, hija predilecta del Padre y revestida de todos los dones de la gracia, nos dirigimos como modelo incomparable de seguimiento en el amor a Dios y en el servicio al prójimo.

Agradecido desde ahora con todos vosotros por los dones de gracia y de luz con los que el Señor nos quiera enriquecer, acompaño a todos con la Bendición Apostólica.

Vaticano, 21 de noviembre 2014, fiesta de la Presentación de la Santísima Virgen María.

Francisco


[1] Carta ap. Los caminos del Evangelio, a los religiosos y religiosas de América Latina con motivo del V centenario de la evangelización del Nuevo Mundo (29 junio 1990), 26.

[2] Sagrada Congregación para los Religiosos y los Institutos Seculares, Religiosos y promoción humana (12 agosto 1980), 24:L’Osservatore Romano, ed. en lengua española, 14 diciembre 1980, p. 16.

[3] A los estudiantes de los colegios pontificios y residencias sacerdotales de Roma, 12  mayo 2014.

[4] Homilía en la fiesta de la Presentación del Señor, 2 febrero 2013.

[5] Carta ap. Novo millennio ineunte, 6 enero 2001, 43

[6] Exhort. ap. Evangelii gaudium, 24 noviembre 2013, 87.

[7] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal. Vita consecrata, 25 marzo 1996,51.

[8] J. M. Bergoglio, Intervención en el Sínodo sobre la vida consagrada y su misión en la Iglesia y en el mundo, XVI Congregación general, 13 octubre 1994.


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